Cuanto más insumisos se muestran los catalanes contra el Estado, menos dispuestos están los españoles a comprar sus productos. Conscientes de que el dinero es lo primero, y luego, si eso, queda espacio en el imaginario popular para revoluciones independentistas, muchos españoles pretenden reducir las ventas de las empresas catalanas hasta ahogar su economía y demostrar que realmente nos necesitan.
La verdad, no seré yo quien prive a nadie de escoger los productos que le dé la gana en el supermercado. Pero, honestamente, la teoría del boicot tiene sus flecos. El castigo, que debe venir a través de la ley, nunca sale bien cuando se trata de reducir el comercio. Lo que se supone que es un azote al malhechor -aquello de no comprar fuet de Casa Tarradellas, por poner un ejemplo-, acaba pasando factura al propio verdugo.
Lástima que no nos lo enseñaran en la escuela, por eso hay que repetirlo en la prensa: el comercio es la única manera pacífica de conseguir aquello que tienen los demás, aunque tiene como contratiempo que nos obliga a proporcionar al de enfrente algo que encuentre de utilidad. ¿Lo ve? Aunque sea a través del dinero o las deudas, en última instancia lo que hacemos cuando comerciamos es intercambiar unos productos y servicios por otros. Al privar a los catalanes de parte de su poder adquisitivo (suponiendo que no puedan dirigir sus ventas hacia otros lugares, cosa que sí pueden hacer), lo que conseguimos es impedir que puedan comprarnos nada de lo que producimos nosotros, reduciendo, como consecuencia, las ventas de las empresas españolas y empobreciéndonos.
Ahora, imaginemos que la independencia catalana se consuma y los gobernantes españoles deciden, para satisfacción de los españolistas más acérrimos, restringir el comercio con Cataluña. Entonces no solo muchas de las empresas españolas venderían menos, sino que este proceso impediría dentro de la península ibérica la especialización de las empresas en aquello que mejor saben hacer.
Los riojanos, por ejemplo, podríamos vernos obligados a comprarle el fuet a la empresa Palacios, que repentinamente tendría que producir algo que no sabe, con la consiguiente merma de calidad; y los catalanes no podrían disfrutar del chorizo de la marca riojana, quedando en manos de Casa Tarradellas producir en Cataluña unos insulsos chorizos que no agradarían a nadie. Además, si Palacios produce fuet, algunos recursos riojanos empleados en hacer chorizos tendrían que trasladarse, produciendo menos chorizos y un fuet de peor calidad que el catalán, el cual antes podíamos disfrutar en nuestros supermercados.
Puede que el ejemplo sea burdo, pero pone de manifiesto que cortar relaciones comerciales, ya sea realizando un boicot o como castigo a la autodeterminación, promueve la escasez y deteriora la calidad de los productos que todos consumimos.
Parece mentira que no nos demos cuenta de que han sido el comercio, la división del trabajo y la globalización quienes han sacado de la pobreza a millones de personas y enriquecido a otras tantas hasta niveles que eran insospechables pocas décadas atrás.
Solo desde el odio y el enfrentamiento que genera el nacionalismo- sin importar su color-, se puede luchar contra semejante fuente de riqueza.