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Incredulidad y rabia

Incredulidad y rabia

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Hace ya 33 años. Las emociones de aquel 23 de febrero de 1981 se han ido diluyendo con el paso del tiempo pero los recuerdos se mantienen. Incredulidad y rabia, en ese orden, fueron las dos sensaciones que embargaron a los diputados riojanos, entonces de Logroño porque La Rioja todavía no era una autonomía. José Antonio Escartín, Ángel Luis Jaime y Baró, Luis Javier Rodríguez Moroy, del Grupo Centrista, y Javier Luis Sáenz Cosculluela, del Grupo Socialista. Cabreo, pena, irrealidad, impotencia o sorpresa son otras de las palabras que pronuncian cuando recuerdan aquella jornada en la que 150 guardias civiles, liderados por el teniente coronel Tejero, irrumpieron en el Congreso de los Diputados para acabar por la fuerza con el gobierno.

No fueron los únicos. El periodista de la SER así lo narro: “En estos momentos se ha oído un golpe muy fuerte en la Cámara. No sabemos lo que es. La Guardia Civil entra en estos momentos en el Congreso de los Diputados. Hay un teniente coronel que con una pistola sube hacia la Tribuna, en estos momentos apunta… 'Quieto todo el mundo'. Es un guardia civil. Está apuntando con la pistola. Entran más policías. Entran más policías. Está apuntando al presidente del Congreso de los Diputados con la pistola. Y vemos como… ¡Cuidado! La policía. La policía. No podemos emitir más porque nos están apuntando. Llevan metralletas”. Y ahí comenzó el sonido de los disparos.

“El primero momento fue de cabreo, luego de pena de ver que se podía venir abajo nuestra recién conquistada democracia y de que nuestro país se convirtiera en una mierda”, comenta Cosculluela. Baró dice que tenía rabia “por pensar que todo lo que habíamos conseguido después de mucho tiempo de luchar por ello, se podía perder de una forma tan abrupta”. Rodríguez Moroy, más filosófico, tomo la situación “como hacemos con cualquier golpe que te da la vida: incredulidad, indignación y aceptación”. Ninguno de los tres se lo esperaba. No creían que pudiera volver a pasar eso.

Una vez que el Golpe de Estado fue cogiendo forma, o más bien perdiéndola, las 17 horas que pasaron los diputados encerrados dieron lugar a todo tipo de situaciones, normalmente ligadas a las necesidades fisiológicas. Cosculluela había dejado de fumar, por lo que no tuvo que sufrir “la humillación de pedir cigarrillos a los guardias civiles”. Baró recuerda que Escartín, desde el escaño, al lado del suyo, intentaba preguntar a Blas Piñar, que estaba varias bancadas por encima, si sabía algo. “¿Sabes algo? ¿Sabes algo? Y Blas Piñar le decía que no”. El propio Escartín, en el momento en el que los diputados se tiraron al suelo, estaba en las escaleras. “Yo tuve el culo de Escartín en la nariz porque se quedó con medio cuerpo fuera de las escaleras y cuando empezó a recular y a recular… Es gracioso aunque en aquel momento no lo era”, comenta entre risas Rodríguez Moroy.

Otro detalle que recuerda el que fuera el primer presidente del Gobierno de La Rioja es que, cuando hacían fila para entrar al baño, tenía delante a Heribert Barrera, de Izquierda Republicana de Catalunya. “No se le ocurre otra cosa a un guardia que preguntarle que de qué partido era. Si le llega a decir que era de Izquierda Republicana de Cataluña, el guardia civil se hubiera vuelta loco, el pobre. Heribert se quedó… le dijo: soy catalán. Y no dijo más”. Esos mismos guardias civiles que según pasaban las horas, apunta Baró, “nos confesaban que habían ido allí cumpliendo órdenes, que no sabían a lo que iban”. Para Cosculluela, como momento más destacado queda el gesto de Jiménez Blanco, presidente del Consejo de Estado, y del catedrático Pepe Vida, que no estaban en la sesión pero que se incorporaron en solidaridad con los que estaban dentro. “Me gustaron mucho esos gestos porque se podían haber quedado fuera y tuvieron la gallardía de incorporarse. Fueron dos gestos que evidenciaban esa actitud de compromiso que teníamos todos. Lo valoré mucho”.

Los tres diputados reconocen que no tuvieron miedo por su vida aunque todas las ideas se les pasaron por la cabeza. “Pensé que podían mandarme a la cárcel o algo así”, comenta Baró, quien para evitar las colas en el ropero a la hora de salir, había dejado el abrigo junto al de Rodríguez Moroy en los últimos escaños, que estaban vacíos. “Durante la noche pensaba que si me llevaban a Carabanchel, al menos podría coger el abrigo para no pasar frío”. Tras el fracaso del golpe, la salida fue en tromba. “Nos vinimos Ángel Jaime y yo en coche a Logroño. Salimos directamente porque no teníamos más necesidad que estar con la familia y decir que no había pasado nada. Volver a la normalidad”, rememora Rodríguez Moroy. Cosculluela matiza que “la salida fue cansada pero de satisfacción”. “Luego te vas recuperando de cómo ha ido todo. Recuperar la libertad siempre es algo satisfactorio aunque la preocupación la arrastras”, añade. Sin embargo, al socialista le quedó marcado el momento en el que se encontró con una persona: Fernando Múgica Herzog, histórico dirigente del PSOE de Euskadi asesinado por ETA en 1996. No quiere dar más detalles. Para ellos quedan.

En ese viaje en coche de los dos diputados riojanos desde Madrid a Logroño hubo un alto en el camino. Una parada para reponer fuerzas. “Al parar fuimos conscientes de que, desde la comida del día anterior, no habíamos comido nada. Nos habíamos metido en el Congreso, habíamos estado toda la noche allí metidos y no reparamos al salir en si podíamos tomarnos un café. No éramos conscientes ni de que llevábamos 24 horas sin comer. El único pensamiento era estar en casa con la familia”. Al ver a los suyos: tranquilidad. Todos coinciden en que sus allegados fueron los que peor lo pasaron y que la falta de información les hizo pasar peor el trago. No todas las autoridades dieron la cara aquella noche.

En aquella jornada (casi) todo el país compartía la misma preocupación: que el golpe de Estado triunfara. “Teníamos una preocupación enorme porque nuestro compromiso con la política era muy alto. Llegamos a la política por compromiso. Éramos fervorosos demócratas y nuestro sueño era nuestro país. En el año 81 yo tenía 37 años, los sueños que teníamos para este país eran enormes y pensábamos que se venían abajo”, confiesa Cosculluela. Rodríguez Moroy cree que, de haber triunfado, España habría tardado diez, veinte o treinta años, “yo qué sé”, apostilla, en ser parte del mundo. Baró reconoce que no lo pensó en un primero momento. Posteriormente sí. “Hubiera sido un desastre”.

Para el que fuera presidente del Consejo Regulador queda un detalle. “Yo estaba alojado en casa de mis padres, que vivían en Madrid, y ese día después de comer me había sentado en mi habitación, que daba a un patio. Encima de nosotros vivía una familia de Fuerza Nueva, que había lavado y colgado la bandera franquista en las cuerdas de tender. Durante la noche en el Congreso, yo pensaba: estas personas lo sabían. Y creo que hubo una trama civil que nunca se ha desarrollado tanto como la militar, que está más estudiada. Esa noche me quedé pensando que había un sector de la sociedad civil que lo conocía”.

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