El día que se rompió el silencio

Rioja2

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Son los días de verano los de mayor bullicio por las calles de Oslo, una ciudad amigable, que descansa junto a sus restos centenarios y el rostro de su fundador, quien contempla el fiordo que da nombre a la capital noruega desde lo alto de una loma verde. Allí a menudo suelen hacer fotografías los turistas y tumbarse a tomar el sol cuando no está nublado. Y desde aquí se divisa una panorámica del centro de la ciudad o al menos de algunas de las zonas más emblemáticas.

Hasta ella llegó la sacudido del doble atentado que sembró de caos el pasado viernes la capital noruega. Un ultraderechista, como se autodefine en su perfil de facebook, maquinó los ataques para dar un golpe a una socialdemocracia excesivamente tolerante con la inmigración y con el resto de religiones, por supuesto, con el Islam como telón de fondo de su fobia a lo ajeno.

Anders Behring Breivik presume, y hasta se sorprende, de haber actuado solo, sin el respaldo de un grupo radical que sustentara el plan trazado. Matar fue sencillo. Él mismo se preguntaba cómo había sido capaz de llevar a cabo su macabro plan sin que la policía se interpusiera en su camino, el que le condujo del centro de Oslo, en el distrito gubernamental, hasta la isla de Utoya. Breivik tuvo tiempo de atacar con una potentísima bomba varios edificios ministeriales y viajar hasta el campamento que congregaba a jóvenes socialdemócratas en la isla de Utoya, un regalo de los sindicalistas al partido en la década de 1970. El paraíso verde de la izquierda noruega lo conocía muy bien el primer ministro Jens Stoltenberg, que ese día debía acudir a un encuentro con las filas más jóvenes de su partido, pero un tiroteo a sangre fría se cruzó en el camino entre las nuevas y las viejas generaciones.

Tras colocar la bomba y hacer explosión, se dirigió a los alrededores de Oslo, a los que se accede siempre por un peaje de obligado cumplimiento. Tras atravesarlo su plan consistía en hacerse pasar por miembro de la policía noruega y relatar lo sucedido en el centro de la capital. Con toda la juventud congregada en torno a él podría controlarlos a merced y disparar a diestro y siniestro. Demasiado fácil, pero así fue. El noruego es por naturaleza amable y confiado, respetuoso hasta el extremo con las autoridades y esa inocencia fue la perdición de las víctimas del tiroteo, que intentaron huir corriendo. Algunas se hicieron pasar por muertos, otras treparon por los árboles y los más atrevidos se lanzaron al agua, realmente fría incluso en un mes de julio, para cubrir la distancia de un kilómetro que los separaba de su salvación. No tuvieron escapatoria. Los disparos llegaron a todas partes y sin discriminación.

Pasó algo más de una hora entre uno y otro atentado, el tiempo suficiente para que la policía y, en general, las autoridades, se percatarán de que están viviendo en primera persona una tragedia nacional con un asesino suelto sembrando el caos en la capital. Para entonces, el momento de la captura en Utoya, el centro de Oslo empezaba a darse cuenta de lo sucedido, pero otra vez más afloró el carácter escandinavo. Nadie alteró el orden público. Los heridos y los viandantes no gritaban, no huían corriendo ni se detenían a contemplar la cicatriz de la bomba en la sede gubernamental. Hasta en esa circunstancia mantuvieron la calma para que los servicios médicos y los agentes de policía pudieran actuar y atenderlos.

A primer golpe de vista los daños fueron cuantiosos en edificios, comercios y viviendas. Con el paso de las horas se fue confirmando la personalidad de Breivik, quien llevaba una vida normal y daba rienda suelta a su locura por Internet, porque de “loco” lo ha tildado su abogado, mientras el resto del país llora a las 76 víctimas mortales junto al desaparecido que murieron en manos del agricultor. Se cree que los fertilizantes que compraba pudieron ser parte de los componentes de la bomba que explotó en el distrito de gobierno.

Sin embargo, los menos de cinco millones de noruegos que habitan en el país del Nobel de la Paz aún no se han parado a pensar en la mente criminal de Breivik. Viven entregados, como son también por definición, al consuelo de familiares y allegados de los asesinados. Cubren Oslo con un manto de rosas rojas, desde la catedral ubicada en el centro, a pie entre el puerto y el Palacio Real, hasta el mismo fiordo. Mientras, el Gobierno condena el mal nombre de Breivik a quien achacan el empleo de la violencia para defender unas ideas que, en palabras de Stoltenberg, pierden legitimidad por la forma a través de las que ha vehiculado su odio a lo demás.

Ahora, la Justicia noruega se replantea todo su sistema, pues no condena penas mayores a 21 años por un crimen como éste, quizás porque Breivik ha asesinado en un país en el que nunca pasa nada y donde los titulares de la prensa giran siempre en torno a asuntos locales, medioambientales o con un marcado tinte social, nada que ver con la Europa salvaje y continental.

Breivik ya está preso en una cárcel al oeste de Oslo a expensas de que se celebre un juicio. El Gobierno, mientras, intenta retomar su agenda a pesar de haber perdido su espacio físico de trabajo. La población respalda a sus autoridades y llora a sus víctimas al tiempo que la policía esclarece si ha habido o no colaboración con grupos de extrema derecha.

La única diferencia entre hoy y el viernes es que ahora desde lo alto de la loma del Oslo centenario se divisa una alfombra roja y edificios cuyas ventanas han sido tapiadas con planchas de madera. Pero el silencio sigue reinando en la ciudad de la Paz.

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