La brecha de género en la agricultura frena el desarrollo

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En el centenario del Día Internacional de la Mujer, la FAO presenta un diagnóstico sorprendente y preocupante sobre la situación de las mujeres en el campo, a través de un examen global de los agricultores y las agricultoras del planeta.

Los hogares encabezados por una mujer no son siempre más pobres que aquellos dirigidos por un varón. Pero el informe anual “El estado mundial de la agricultura y la alimentación 2010-2011” demuestra que las agricultoras están en una posición desfavorecida en el uso y acceso a activos como la tierra, el ganado y la maquinaria, a insumos como fertilizantes, pesticidas, y semillas mejoradas, y a servicios, como el crédito agrícola y la extensión de conocimientos técnicos y capacitación.

Lo novedoso y sorprendente de esta evaluación es que, con distinta magnitud, esta asimetría se observa en todas las regiones del planeta y se repite en distintos universos nacionales, culturales, políticos y religiosos.

Si a esta desigualdad le agregamos que diversos estudios de campo han demostrado que las mujeres no son intrínsecamente menos productivas que los productores masculinos, podemos concluir que esta distribución de los bienes y recursos tiene un costo en términos de producción.

El informe de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) estima que, grosso modo, una distribución más equitativa de activos, insumos y servicios agrícolas podría hacer crecer la producción mundial de alimentos entre un 2,5% y un 4%.

Más aún, una expansión de la producción agrícola de esa magnitud podría rescatar de la desnutrición a entre 100 y 150 millones de personas, de los casi 1.000 millones de desnutridos que FAO estima sobreviven en el mundo.

En América Latina y el Caribe, el tema de la mujer en el campo ha estado casi siempre ausente de las discusiones de política y de género.

A pesar de ello, en las últimas décadas se desencadenaron profundos cambios económicos y sociales de consecuencias duraderas. Como en las ciudades, cada vez más mujeres dejaron las labores domésticas no remuneradas, incluyendo la agricultura familiar, para ingresar al mercado laboral en los campos y en industrias directa o indirectamente relacionadas con la agricultura.

Esta profunda reforma socio-económica no sólo tiene manifestaciones en los mercados laborales, sino en los hogares rurales, donde la mujer con ingresos tiene una posición de negociación reforzada para participar en la toma de decisiones.

Asimismo, mejoran otros indicadores de bienestar familiar, como nutrición y educación. Eso no ocurre sólo por los ingresos adicionales sino porque, cuando las mujeres controlan una mayor parte del presupuesto del hogar, la proporción del gasto familiar en alimentación, salud y educación tiende a aumentar significativamente.

Estos cambios son bienvenidos pues mejoran el bienestar de las mujeres, de sus hijos y de sus hogares, y las naciones pueden usufructuar mejor de todos sus recursos humanos: hombres y mujeres.

La proporción de las explotaciones agrícolas controladas por mujeres ha ido en notorio aumento en la región. Pero estas agricultoras, al igual que en otras regiones del planeta, tienen menos tierra y un reducido acceso a otros activos, servicios, e insumos agrícolas. Está en el interés de todos eliminar esta desigualdad de oportunidades.

La receta es bastante universal. En primer lugar se requiere eliminar toda forma de discriminación legal. Además de las leyes, los funcionarios que las ejecutan deben ser educados en las diferencias de género.

Por último, no basta con la no discriminación en el papel. Se requiere conciencia de las limitaciones específicas del género, por ejemplo las limitaciones de tiempo que enfrentan las mujeres por su doble rol de trabajadoras/productoras y jefas de hogar, y ofrecer y facilitar a las agricultoras los servicios públicos, como la extensión, y privados, como el crédito.

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