Gran terremoto en Japón

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No hay japonés que desconozca el significado de esta palabra y que no haya pensado alguna vez en él: “el gran terremoto”. La media de movimientos sísmicos en Japón es altísima, hasta cuatro seísmos diarios con una duración media muy baja, de apenas dos o tres segundos. Son los llamados “Jishin” o terremotos comunes, que forman parte de la vida cotidiana de cualquier habitante del archipiélago y que, en ningún caso, rompen la rutina del día a día.

Vivir en Japón, en este sentido, es toda una experiencia desde esta otra parte del mundo, ya que en el ideario colectivo y en el sentido del civismo exacerbado nipón reaccionar a los efectos de un terremoto es un acto reflejo tan común como el pestañeo. Pero todas las normas repasadas y sabidas, y todos los consejos emitidos por medios de comunicación y autoridades locales han demostrado un 11 de marzo como éste que toda precaución evita catástrofes mayores.

Y es que desde 1923, fecha del último grande, Japón vivía pensando cada segundo, cada día y en cada lugar de este pequeño gran inmenso país dónde, cómo y de qué magnitud sería el momento del “daishinsai”. Y llegó el día en el que millones de japoneses han hallado esa respuesta en un violento terremoto cuyo epicentro se ha localizado al noreste del archipiélago a 130 kilómetros mar adentro frente a las costas de Ojyka, en el Pacífico, y con un hipocentro de apenas 24 kilómetros de profundidad, es decir, una onda sísmica casi a ras de suelo, que se ha propagado por todo el país y por todo el Océano. De hecho la alerta por tsunami se extendió en las primeras horas tras el movimiento hasta las costas de 20 países ribereños del Pacífico. Casi todos, exceptuando areas de Canadá y EEUU. En este punto, apenas se han registrado pequeños movimientos con olas de uno o dos metros en algunas costas. Nada que ver con los sucesivos tsunamis que han barrido el litoral noreste japonés desde que se ha producido el temblor acompañados de otros veinte terremotos de más de seis grados y otro sinfín de movimientos menores que tardarán semanas en cesar.

El gran terremoto ha sacudido la tierra a las 15:30, hora local, durante dos minutos cuando millones de personas salían de trabajar dispuestos a iniciar su diáspora habitual y en el momento en que otros tantos millares de niños abandonaban los colegios para empezar su fin de semana. En ese instante el seísmo de 8,9 grados en la escala abierta de Richter se ha propagado por toda la geografía japonesa. Ha ido de menos a más. De más débil a más fuerte. No han sido los habituales dos o tres, e incluso cinco segundos. Y no sólo porque durante un terremoto los segundos se hacen eternos y cada minuto que pasa es un infierno del que puedes no escapar sino también porque ha durado mucho y, a continuación han comenzado las réplicas, todas ellas intensas, de entre tres y casi cinco grados Richter. Sacudidas constantes que se han sumado al efecto vibratorio, propio de un terremoto de altísima magnitud. Es como si, para hacernos una idea, gritaran centenares de personas al unísono frente a una gran pared montañosa y el eco provocara una inmensa reverberación cuyas ondas sonoras permanecieran durante segundos en medio del silencio suspendidas en el aire sin disiparse.

Y la ruptura del silencio es lo que ha hecho saber a los japoneses que lo que ha pasado la tarde del 11 de marzo no ha sido un terremoto común. En las salidas del metro miles de personas han intentado mantenerse a pie apoyadas en las paredes, sostenidas de las barandillas mientras el suelo se ondulaba y las grietas resquebrajaban los accesos y los pasos para usuarios. El silencio se ha roto cuando desde los rascacielos se han observado moles arquitectónicas balancearse al compás de la sacudida y cuando los ejecutivos han dejado sus reuniones para salir corriendo y huir a sabiendas de que lo primero que iba a paralizarse sería el sistema de transportes. Y, de hecho, así ha sido. Sin taxis, tan habituales y propios de megaciudades como Tokio, con todas las líneas de autobuses suspendidas a nivel urbano e interurbano y con el aeropuerto internacional de Narita que ha cancelado temporalmente sus vuelos hasta comprobar el estado del asfalto de las pistas, no hay más opción que caminar incluso hasta seis horas para llegar al punto de destino. Y esta situación se repite en el resto de grandes ciudades como Kobe, que aún recuerda el devastador terremoto que arasó la ciudad.

En los primeros instantes ha reinado la confusión y se ha instalado el caos a lo largo y ancho del archipiélago. Y estas palabras, caos y confusión, no son precisamente dos rasgos atribuibles a la cultura nipona que ante todo mantiene compostura y orden, para lo que en materia sísmica han sido educados desde niños. Todo japonés sabe que en el momento del temblor colocarse bajo el quicio de una puerta o debajo de las mesas de trabajo o pupitres es primordial. Cerrar las llaves del gas, abandonar cualquier edificio siempre por las escaleras y tener preparada una mochila con alimentos y objetos de primera necesidad (como un casco imprescindible para protegerse de la caída de cascotes) son los pasos que millones de personas han puesto en práctica. Esta vez de verdad.

Muchos ciudadanos que han huido de sus casas podrán refugiarse estos días en escuelas y otros lugares habilitados para situaciones de alerta como ésta. Son edificios públicos marcados con un distintivo especial al que todo ciudadano sabe que puede acudir en caso de catástrofe, y donde van a recibir las primeras ayudas. Además los alimentos y bebidas básicas así como las llamadas desde las cabinas telefónicas han pasado automáticamente a ser gratuitas para facilitar las comunicaciones con familiares o allegados dado que gran parte de la red de telefonía móvil permanece caída. No es el caso de Internet, que funciona con normalidad frente a la red eléctrica, que según la prefectura del país cuenta con más o menos millones de afectados sin luz en sus hogares. El jefe de Gobierno nipón se apresura a dar salida a estos problemas a la par que EEUU, desde sus bases militares en el archipiélago, y la UE han ofrecido toda la ayuda que sea necesaria.

Aun así cada japonés está aleccionado con un manual que conocen y del que disponen en todos los hogares. Son publicaciones editadas por el Gobierno y que se renuevan de manera periódica y se ensayan en centros de trabajo y de estudios. Pero lo de este terremoto no ha sido un simulacro y, de momento, hay un número indeterminado de personas que no han podido escapar.

El Gobierno de Japón, en palabras de su portavoz Jukio Edano, calcula que la cifra de fallecidos, que ya da por segura, superará el millar de personas. Se baraja que será “una cifra altísima”, porque el tsunami que ha seguido al seísmo ha arrasado algunas localidades costeras adentrándose hasta cinco o más kilómetros arrastrando en una furiosa corriente, que lo ha anegado todo, a conductores de autopistas y engullendo algunos trenes costeros, que transportaban a un número indeterminado de viajeros. La ola de hasta diez metros de altura ha recordado al tsunami de Indonesia de 2004 que arrasó kilómetros de tierra y complejos turísticos. Sin embargo, la bahía de Tokio se ha mantenido a salvo gracias a que es una zona de enorme profundidad en la que resultaría altamente improbable que penetrara una ola gigante.

Las autoridades japonesas tardarán varios días en cuantificar víctimas mortales y despejar el número exacto de desaparecidos, pero si hay un aspecto a tener en cuenta es la importancia vital de la durísima legislación que rige la construcción de edificios en Japón, aunque en general también se aplica a todas sus infraestructuras. En el país del sol naciente cada edificio se somete a revisiones anuales para comprobar su capacidad y estado de resistencia frente a un terremoto de gran magnitud, unas pruebas que en caso de no ser superadas obligan al desalojo y la demolición de la obra para construir sobre ésta una nueva que cumpla con todas las medidas de seguridad. Y es precisamente el número de horas y la cantidad de millones de yenes invertidos en estos estudios de obras públicas y privadas lo que ha permitido que no vayamos a recordar, dentro del desastre, este gran terremoto de 8,9 grados Richter como una masacre natural.

Ahora preocupa la situación de la central nuclear de Fukoshima- Daichii, que es la única en la que se ha admitido un cierto riesgo de fuga obligando a evacuar a 45.000 habitantes de un radio de unos 20 kilómetros. En el resto la situación está controlada aunque ha cesado totalmente su actividad, también siguiendo el estricto protocolo posterior a cualquier movimiento sísmico de estas dimensiones.

En cualquier otro país del mundo sin los recursos económicos de Japón

(a pesar de vivir siempre en eterna recesión), sin una sociedad tan mentalizada, preparada y dotada por los organismos públicos para hacer frente a una catástrofe de estas dimensiones estaríamos cifrando desde el primer momento el número de víctimas mortales en miles para terminar en cientos de miles. Por no hablar de los millones de euros en pérdidas en cuanto a infraestructuras e inversión en recuperación. Japón, por tanto, se enfrenta, al terremoto más intenso, y potencialmente más destructivo desde que existen registros sismológicos y de la historia moderna del país, pero cuenta con recursos y capacidad para hacer frente al “daishinsai”.

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