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Un libro recorrerá la historia del Café Moderno

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Mariano Moracia se ha pasado toda la vida en el Café Moderno. Como su padre, y como el padre de éste, que lo adquirió a principios de los años 20. Generaciones de logroñeses lo ha usado para hacer tratos comerciales, han visto películas de cine mudo, han asistido a conciertos en directo o sencillamente han charlado de sus cosas ante una copa servida por un atento camarero y bajo el enorme reloj Coppel que aún no ha parado de girar.

Nunca ha estado cerrado. Ni un sólo día, ni siquiera durante la guerra civil. Abierto en 1914, sus mesas de mármol, ahora gastadas y sin esquinas, han sido testigos de la evolución de la ciudad y de las pequeñas historias de los logroñeses. Mariano quiere ahora reunirlas en un libro, con la ayuda de imágenes y textos de clientes y amigos, para que no se olviden cuando sus protagonistas dejen de contarlas.

De momento solo es una idea, pero Mariano espera darle cuerpo pronto. Material, desde luego, no le falta, porque pocos espacios de Logroño han sabido adaptarse a tantos cambios.

En 1914, Federico Sánchez inauguró el bar, en el que entró a trabajar Mariano Moracia, abuelo del propietario actual. Al fallecer Sánchez, los trabajadores crearon una cooperativa para mantenerlo abierto, y poco a poco Moracia acabó comprando su parte a los compañeros.

En su primera época, los clientes asistían a ver películas de cine mudo, y se compró la primera barra americana que hubo en Logroño. Al decaer este espectáculo, se convirtió en un Café Teatro donde actuaron artistas como Antonio Machín y Pepe Blanco. “Teníamos orquesta propia, y cada semana venía una vocalista o animadora”, cuenta Moracia, “en aquella época los bares eran los pulmones de las capitales, los puntos de encuentro para cualquier trato”.

En los años 60, cuando esta forma de ocio cayó en desuso, el Café Moderno colocó los primeros futbolines y billarines de Logroño. En aquella época instalaron también una pequeña cocina a la entrada del local, donde se cocinaban cazuelitas y tapas. En los años 70 se habilitó un espacio para comidas y cenas, y la última reforma fue en 1980, cuando se renovaron el techo, el suelo y las instalaciones eléctricas.

UNA FORMA DE VIDA

El local ha ido, así, adaptándose a los tiempos y a la clientela, pero manteniendo la vocación hostelera de los Moracia. “Esto no es un trabajo, es una forma de vida”, sentencia Mariano, que se define como camarero.

“Ahora cualquiera dice que es camarero porque ha estado seis meses sirviendo en una barra, pero no es tan fácil. No es lo mismo un camarero que un barman, porque estar sólo detrás de la barra es menos personal, tienes menos responsabilidad. Antes, cuando yo empecé, para que te dejasen atender a los clientes primero tenías que pasarte dos o tres años de recadero, recogiendo cascos y barriendo, porque para ser camarero tenías que aprender, necesitas cierta clase, cierta elegancia. Los camareros se desvivían por atender a los clientes, siempre se decía que eran los mejores clientes, porque como trabajaban a comisión era como si pagasen por adelantado”, realata el hostelero, entre saludos y sonrisas a los clientes que vienen y van.

“Ahora esto se mantiene en algunos sitios, pero muy pocos”, dice entre indignado y orgulloso, “nosotros somos los únicos que sentamos a las cuadrillas de jóvenes que vienen a tomar una copa por la noche, como sólo se hace ya en algunos restaurantes”.

Pero el oficio no es lo único que ha cambiado. Aunque Moracia asegura que siempre ha sido lugar de encuentro de gente “muy pintoresca”, la clientela también ha evolucionado en gran medida. “Antes los clientes eran mucho más fieles, cada bar tenía su clientela fija. Ahora ya no es así, y el cliente es más exigente, mucha gente cree que pagar le da derecho a todo, y no es así. Cuando pagas una consumición, pagas un atención, y una sonrisa”.

“Además”, continúa con su reflexión sobre el oficio de hostelero, “ahora tienes que tocar muchas cosas para sobrevivir, ”antes la gente salía más, tomaba más café, y más vino. Pasaban más tiempo en la calle, porque tenían menos comodidades en casa“.

En el transcurso de todos estos cambios, los Moracia han tenido que luchar para sacar adelante el negocio. “Esto se consigue sólo a base de esfuerzo y trabajo, sobre todo mi abuelo y mi padre, porque la verdad es que yo me encontré ya mucho terreno allanado”, asegura.

Entre estos episodios difíciles, algunos estuvieron a punto de dar con el local. De hecho, durante la primera época franquista fue clausurado porque encontraron propaganda contra el régimen. Al reabrirlo, se convirtió en el Café Moderno, para pasar capítulo respecto al Café Oriente y evitar que la gente dejase de ir por miedo a que les identificasen como contrarios a la dictadura.

“Fue una época complicada, porque podías hacer poco para defenderte. Una vez, después de pintar el local durante la noche, nos lo llenaron de propaganda del régimen, pero ¿qué ibas a hacer?”, se pregunta, “¿decirles que no te pusieran carteles de 'Arriba España'? ¿no servir los cien cafés gratis que había que dar a los mutilados de guerra?”.

Estas historias, entre otras, son las que Moracia quiere fijar para siempre en un libro. Porque puede que con su jubilación el Café Moderno deje de existir como tal. “Mi hijo no quiere saber nada, ahora quiere estudiar, y yo quiero que haga lo que le gusta. Pero yo me he criado aquí, como mi padre y mi abuelo, y me daría mucha pena que se perdiese. Pero bueno”, concluye con leve optimismo, “ quien sabe, yo al principio tampoco quería ni oír hablar de hacerme cargo del bar, y ya ves”.

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