Hablando de alimentación: La adicción a las proteínas

Hablando de alimentación: La adicción a las proteínas

Rioja2

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Últimamente, con tanto programa sobre dietas y cocina, se ha desatado una extraña furia por hablar sobre el tan traído y llevado tema de la alimentación, y como no puede ser una excepción a la cultura de extremos que nos caracteriza, resulta que los buenos consejos y aceptables artículos escasean, a la vez que se respira un cierto tufillo de cultura oficial, esa que las multinacionales sin alma y demás, quieren que sigamos.

Me contaba uno de mis abuelos con cierta sorna, mientras miraba a mi abuela, que uno de los libros más famosos de cocina del siglo XIX fue el célebre PRACTICÓN, algo que no debía faltar en ninguna casa que se preciara, como según afirmaban solía decir don Pedro Muñoz Seca a sus colegas de tertulia con cierto sentido del humor. La verdad es que bastantes de los guisos allí explicados, en los que las grasas parecían ser lo más eran excesivamente fuertes y costosos de tiempo y de dinero; ¡pero había que tenerlo. y además comunicarlo a los cuatro vientos; faltaría más!, y así darle la razón a Gustave Flaubert, el autor de Madame Bobary, donde se puede leer que la imbecilidad es una especie de roca en la que los idiotas se creen casi dioses, que es más o menos lo que Pío Baroja decía de los políticos.

Una de las características del tiempo que nos ha tocado vivir es el culto a la proteína, algo propio de los países anglosajones, y es que la historia de la alimentación demuestra que el ser humano es muy manipulable, especialmente cuando se le dan alas al ego, que es lo que hacen muchos de los anuncios que se escuchan, se leen y se ven “¡Tu estilo de vida; tu libertad!; ¡La vida como tú la deseas!”

Hace ya algunos años conocimos a un médico de la base estadounidense de Zaragoza, con el que hicimos nuestros primeros pinitos de inglés, al que llamábamos familiarmente “Robert”, porque se parecía a un compañero nuestro de colegio que se llamaba Roberto. Era una persona abierta, cuyos padres vivían en California, una tierra, según repetía con cierto orgullo, descubierta por los españoles, en la que los franciscanos –recordemos a fray Junípero Serra- habían dejado la costumbre de beber vino y comer cierto tipo de queso, algo que no sucedía en el resto de aquel país. Un día comenzó a hablarnos de Japón, país del que parecía saber mucho por haber estado allí algún tiempo.

De la multitud de cosas que llegó a contarnos hay algunas que no se me han olvidado. Por ejemplo: los japoneses, según las tablas aplicadas en Estados Unidos a los bebés y a los adolescentes, no daban la talla, que era como decir que no eran normales; sin embargo cuando se les aplicaban los tests resulta que estaban por encima de los americanos. Y esto último fue el motivo por el que se echó tierra al asunto y se ocultó cuidadosamente. ¿Cuál era el motivo, según los estadounidenses, para que los japoneses no dieran la talla?: “¡La falta de proteína animal y la ausencia de leche y productos lácteos en su dieta!”.

También descubrieron que la esperanza de vida de un japonés –entonces como ahora la más alta del mundo-, estaba muy por delante de las de los norteamericanos, y que la incidencia de cáncer de mama –entonces ya alta en Estados Unidos, aunque las cifras se ocultaban y maquillaban-, o de los problemas de huesos eran muy bajos.

No hace falta ser muy inteligente para deducir lo que pasó, ya que las grandes compañías de productos alimenticios siguieron, como ahora, con las campañas de publicidad de sus productos, en un país donde las enfermedades derivadas de una alimentación desequilibrada e insana se perciben en la calle, donde la obesidad mórbida se pasea por las aceras como si tal cosa -pero nadie hace nada para que desaparezcan esos anuncios ¡Esto es América!-. Y es que ese “orgullo de ser americanos”, del que tanto han hablado los sucesivos presidentes –sobre todo Donald Reagan-, es una especie de talismán protector que parecía librarles de todo mal.

En 1948 se descubrió la estructura de la vitamina B 12, y los grandes gurús de la alimentación de aquel país elaboraron unas tablas y consejos que son aquellos de los que se sirven todavía muchos hospitales, colegios, y hasta cuarteles, en los que, al igual que aquí el exceso de proteínas inadecuadas, procedentes de productos animales; lo que no deja de tener gracia. Si tenemos en cuenta que las proteínas tienen que ser metabolizadas en el hígado, al igual que todo producto químico –decía Ramón y Cajal que el hígado es el órgano más importante después del corazón-, esta sobrecarga de trabajo no es gratuita en absoluto, y hay que tener en cuenta que no sólo existe una bioquímica del cuerpo, sino también una biofísica, de la que hablaremos próximamente. Desgraciadamente, las proteínas crean adicción, como suele repetir el Dr. Wagner, investigador y profesor de la Universidad de Giessen, en Alemanía, un centro de élite en cuanto al tema de la alimentación.

Para comprender la evolución de las ideas sobre la alimentación se puede recurrir a algunos ejemplos, como el gazpacho. Se trata de una comida presente en el sur de nuestra Península desde tiempo inmemorial, hasta el punto de que los fenicios se llevaron la receta a la gran ciudad comercial de Tiro, en el próximo oriente. Si preguntamos a un andaluz cual es el ingrediente más importante del gazpacho nos dirá sin titubear que el tomate. Resulta que el tomate fue traído de América como planta ornamental, y la gente acudía a los jardines del palacio de los duques de Medina Sidonia, para contemplar aquella curiosidad, de manera que no se incorporó al gazpacho hasta finales del siglo XVIII –porque tenía un sabor raro-, y cuando la Guerra de la Independencia todavía se hacía el gazpacho sin tomate en muchas zonas de Andalucía. Es decir que de lo que era el gazpacho original a lo que es hoy hay un abismo de sabor, color y textura. ¿Qué diría un ama de casa andaluza de los tiempos de Felipe V, sin duda sabia en una cultura milenaria, si le presentaran un gazpacho actual? Seguramente lo desaprobaría sólo con verlo.

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