‘La piedra habitada’ y ‘Bonita’: dos propuestas para el Día del Libro

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Cervantes, Shakespeare y mi padre 

La primera vez que esta celebración adquirió significado para mí fue en la primavera de 1974 y, desde entonces, este día siempre aparece ligado a tres nombres: Cervantes, Shakespeare y mi padre. De los dos primeros todos sabemos de su universalidad porque soñar con la gloria, con traspasar la barrera de los siglos y alcanzar la inmortalidad no está al alcance más que de unos pocos espíritus extraordinarios. 

Cervantes lo logró convirtiéndose en el creador de la novela moderna gracias, sobre todo, a sus dos personajes más emblemáticos, Sancho y Don Quijote, que representan los mejores valores del ser humano: la libertad, el amor, la justicia, la amistad y la esperanza de vivir en un mundo más igualitario y justo pese a todos los abismos que lo pueblan. Pero, además de la novela, Cervantes cultivó el teatro y amó la poesía como todo intelectual de los Siglos de Oro que se preciaran. Esto lo enlaza con Shakespeare, el otro gran nombre de las letras que, casualidades del destino, compartió la época y el día de su muerte con Cervantes. Tal día como hoy. Si Cervantes fue la narrativa, Shakespeare fue el teatro. Sus comedias, llenas de fantasía y sentido poético, y sus tragedias, que contienen algunos de los personajes más icónicos de todos los tiempos (Hamlet, Otelo, Ofelia, Desdémona, Macbeth…), son arqueotipos que han hecho reflexionar y disfrutar a los lectores desde hace cuatro siglos. Sus personajes representan sentimientos atemporales, como el amor, la envidia…, o pulsiones, como la ambición, el poder, la corrupción o los celos. “El mundo entero es como un escenario” diría el personaje de Jaques en Como gustéis o “La vida no es sino una sombra andante, un pobre actor que, rígido, consume el tiempo que le queda de la escena y luego ya no se le escucha más”; “es un cuento que cuenta un idiota, lleno de ruido y furia, significando nada”, como afirma Macbeth cuando le comunican la muerte de su esposa. 

Pocos han conseguido como Shakespeare penetrar de manera tan honda en el corazón humano y sus pasiones. Esto lo consigue también a través de sus sonetos (¡extraordinarios!). Así, pues, la narrativa, el teatro y la poesía adquieren unas dimensiones únicas y convierten a la lengua inglesa —por medio de Shakespeare— y a la española —a través de Cervantes— en vehículos perfectos para la comunicación y la expresión escrita. El placer de leer en lenguas dotadas de todos los mecanismos que hagan posibles el encuentro feliz entre escritores y lectores es lo que hoy también se celebra. 

Y el tercer nombre que me falta por mencionar y que se asocia en mi memoria con el Día del Libro es el de mi padre. En 1974 era yo una adolescente que leía todo lo que caía entre sus manos. Desde tebeos y novelas de aventuras o intriga hasta entretenidas novelitas del oeste que mis hermanos dejaban olvidadas y que yo leía a escondidas. Ese 23 de abril en el colegio, la madre Gertrudis nos habló de Shakespeare y Cervantes. Leímos fragmentos de uno y de otro en clase y llegué a casa entusiasmada, especialmente con las aventuras de Sancho y Don Quijote. Cuando mi padre volvió del trabajo, le conté con detalle todo lo oído y leído durante ese día. Me dijo que nosotros también lo podíamos celebrar en casa y me llevó con él a su despacho (lugar sagrado, vetado para los hijos, pues en una casa con seis hermanos ese era su espacio propio en el que, a ratos, nadie lo perturbaba con cuestiones domésticas o riñas acaloradas). Abrió para mí el armario que yo tanto deseaba conocer. Allí estaban, perfectamente alineados, libros de autores de los que nunca había oído hablar: leí por primera vez nombres como Chesterton, Stefan Zweig, Tolstoi, Victor Hugo o Clarín. También había una preciosa colección, encuadernada en rojo, que contenía la obra completa de Benito Pérez Galdós. Mi padre me preguntó si sería capaz de leerla, y yo, emocionadísima, le dije que sí. Y eso hice a lo largo de aquella primavera y de aquel verano. 

Ese recuerdo permanece y, desde entonces, con más fuerza los libros han desempeñado un papel fundamental en mi vida, tanto en mi profesión como profesora de lengua y literatura como en mi transcurso personal. Los libros le proporcionan lustre a mi vida y me permiten conservar la cordura y la fe en el ser humano. Amo los libros y, aunque soy mujer de gustos narrativos, debo admitir que la más sintética, compleja y auténtica de las artes es la poesía. Por ello, hoy tengo el placer de presentarles a dos poetas más que interesantes que compartirán su tiempo para hablar con nosotros de sus libros, pero sobre todo para leerles algunas de sus composiciones. Espero que lo disfruten, ellos son Ricardo Hernández Bravo y Clara Isabel Rufino Baquero.

Ricardo es bien conocido por muchos de ustedes: es palmero (nacido en El Paso en 1966), docente y poeta. Desde su época universitaria ya conoce el sabor de los premios universitarios, el Félix Francisco Casanova en 1989 o el Tomás de Iriarte en 1990. En esa década inicia su trayectoria docente y su colaboración en varias revistas literarias, entre ellas Azul y La fábrica (ambas, de Santa Cruz de La Palma), Cuadernos del Ateneo (La Laguna), Casatomada, Paralelo Sur, o Librújula, entre otras. 

Su primer poemario es El Ojo entornado (1996). El idioma de los delfines (1997) será el segundo, por el que recibe el premio Julio Tovar. En 2003 publica la antología El aire del origen, que recoge los poemas escritos entre 1990 y 2002. Le siguen Los posos de la sed (2014), La piedra habitada (2017), Pausa para anuncios (2019) y Papi, no se puede pagar sin aliento (2021). En algunas de sus obras colabora con otras artes como la pintura —con Hugo Pitti y Graciela Yanet— en La tierra desigual (2005) y Alas de metal (2008) respectivamente; también con fotógrafos como Coriolano González Montañez en Vivir sobre el volcán (2022) y en la reedición de La piedra habitada (2023). Igualmente, son numerosas las antologías en las que se recogen sus versos; baste con citar las más recientes: Sin mar por medio: poetas de Canarias y Cuba o Mi casa y el mar, ambas de 2020. 

Pero con Ricardo no acaba la celebración. El otro placer que nos aguarda esta tarde es el de la compañía de Clara Rufino. Este es su primer contacto con la isla y con los lectores palmeros. Ella es sevillana (nacida en 1977), pero tinerfeña de corazón; así se siente, ya que vive, trabaja y escribe entre nosotros desde 2011; también es docente, maestra en la especialidad de música y reside en Tegueste, donde tiene su plaza definitiva desde 2020. Fue Premio Extraordinario Fin de Carrera y Premio de Poesía Domingo Rodríguez del Rosario en 2022. Ha publicado ocho libros (a punto está a salir a la luz el noveno), entre ellos, tres colecciones de sonetos: Mar de compulsiones y Tenerife en la retina, ambos de 2020 y Bonita (2023). En el primero vuelca su admiración por la isla vecina a través de sus municipios, su cultura y naturaleza; el segundo es un poemario más intimista, concebido durante el confinamiento. De Bonita, protagonista de hoy y dedicado a nuestra isla, hablaremos luego. El vientre de Tara (2021) es una novela en la que también se intercala la poesía; Guacimara y el árbol poeta y Con los valores al viento, ¿adivinas lo que siento?, de 2021, son obras dirigidas al público infantil y juvenil y llenas de juegos, pasatiempos y actividades en las que se combinan lo didáctico y lo lúdico. Dímelo en canario (2022) es un homenaje a nuestro léxico, a palabras y a expresiones muy nuestras, pero también de otros, pues todas las lenguas están sujetas al mestizaje. Por último, también ha hecho alguna incursión en el teatro con el guion El buen corsario Amaro Pargo.

Ricardo Hernández Bravo

 Ana María Cabezola Martín. La reedición, en 2023, de La piedra habitada viene presentada de manera exquisita, hecha con mimo por la editorial El Sastre de Apollinaire e incluye como novedad las fotografías de Coriolano González Montañez, con quien ya habías trabajado usando el mismo formato en Vivir sobre el volcán. Previamente y de la mano de Hugo Pitti (La tierra desigual) y Graciela Yanet (Alas de metal), incluiste sus ilustraciones en tus obras. ¿Es realmente fructífera la colaboración con otras artes? ¿Qué le aporta esta fusión a tu creación poética? 

Ricardo Hernández Bravo. Pienso que el texto poético no necesita apoyo visual o musical para desarrollar todo su potencial expresivo. Debe sostenerse por sí solo, crear sus propias imágenes, su propia visión, su propia música. Pero el diálogo con otras disciplinas artísticas hace que el poema cobre una dimensión que sobrepasa los lenguajes de cada arte por separado: permite crear nuevas asociaciones, nuevos caminos para la provocación o la sugerencia, nuevas posibilidades de sentido. Explorar ese terreno, experimentar las múltiples apariciones y presencias que surgen de esa interacción siempre me ha atraído. Así ha ocurrido con los proyectos de colaboración con Hugo Pitti, donde la mirada del pintor permite revisitar los textos que se transfiguran revestidos de insospechados matices. O con Graciela Janet, donde el poema no pretende describir sin más lo representado en el dibujo, sino reinterpretarlo desde la sintaxis propia de lo poético fundiéndose con él de tal manera que puedan verse como un todo complementario. O con la fotografía de Emilio Barrionuevo en el proyecto educativo La mirada honesta, un ejercicio para entrenar la mirada infantil en el arte del retrato a partir de su interpretación de la realidad por medio de la imagen y de la palabra.

En La piedra habitada, la propuesta es la de fotografiar los lugares de los que hablan los poemas, los paisajes de la isla donde se ha forjado nuestra memoria individual y colectiva, en un intento de atraer la mirada hacia lo que pasa desapercibido, las huellas vivas de nuestro discurrir sobre las piedras que sustentan las raíces de nuestra existencia.

En este sentido, es curioso constatar en los receptores de algunos de estos libros comentarios relativos a que la combinación de lo plástico o visual y lo poético les ha permitido “entender” o “intuir” mejor que por separado la amplitud de significaciones de ambos lenguajes. 

AMCM. El bloque que conforman La piedra habitada y Vivir sobre el volcán muestra al hombre que trabaja la tierra, que quiere “domar la piedra” pese a las condiciones duras y adversas que presenta nuestro territorio. El ser humano, cuando transforma la piedra, también transforma el paisaje. ¿Hasta qué punto influyen nuestras huellas en la memoria del paisaje? 

RHB. Los espacios en los que nos movemos y convivimos dejan su impronta en nuestra sensibilidad y en la manera que tenemos de entender el mundo. Al mismo tiempo, el paisaje transformado por nuestras manos, las huellas de nuestro paso por esos lugares también nos modelan a su imagen y se convierten en el fundamento esencial de la memoria individual y colectiva. 

Tanto La piedra habitada como Vivir sobre el volcán hablan de esa construcción del ser sobre un paisaje y hay mucho de mi memoria personal vinculada a la naturaleza y a la tierra que creo que puede ser compartida por el lector isleño. El hecho de vivir en la estrechez de una isla nos hace tener una temprana conciencia de los límites y eso condiciona nuestros afectos: el gusto por lo pequeño, por el detalle, por acompasar los ritmos de vida a los ciclos de la naturaleza, la voluntad de resistencia y de adaptación al medio, una personalidad tímida y abierta a la vez, que fluctúa entre la fidelidad a las tradiciones y el deseo de cambio. Una forma de estar en la isla que se refleja también en un lenguaje hecho de múltiples cruces y ligado muy firmemente a ese entorno hermoso y frágil al que hemos ido dando forma generación tras generación. Porque, en definitiva, la memoria se construye vinculada a un paisaje y también a un lenguaje. En ellos hallamos un modo de permanencia. De ahí la irreparable sensación de pérdida y orfandad experimentada tras la erupción del Tajogaite; cuando contemplamos la destrucción, a causa del crecimiento demográfico o la especulación, del territorio donde se asientan nuestras raíces; o al ver desaparecer con la mengua de la cultura campesina el acervo de palabras terruñeras, hijas de la necesidad, que dicen como ninguna otra acerca de lo que somos sobre este malpaís circundado de cielo y mar.  

AMCM. La pasión por el lenguaje, la búsqueda de la palabra precisa, “la palabra tallada” —como la denomina Anelio Rodríguez Concepción—, ¿es la esencia que anima tu poesía?

RHB. La idea de la palabra como un instrumento de precisión, un objeto de artesanía que hay que ir puliendo con la paciencia del agua sobre la roca es una imagen con la que me identifico. Hay en mí una sensibilidad que me acerca a la extrema concisión y despojamiento del haiku oriental. Esa tendencia a la condensación, a la brevedad, ha sido siempre una característica de mis poemas, en los que la anécdota poética es prácticamente inexistente o está reducida a la mínima expresión. Soy consciente de que de esa búsqueda de lo esencial, de eliminación de todo lo que pueda desviar del sentido, resulta un lenguaje intenso, casi en los huesos, a veces de difícil apertura. Me seduce su condensación, su capacidad de concentrar la mirada, de desvelar lo pequeño. Concibo el poema como plasmación de una imagen- extraída de la naturaleza muchas veces- y un ejercicio de rigor lingüístico ajustado a una forma. Tras ese referente visual del mundo circundante del que parten muchos de mis poemas, hay con frecuencia una presencia de elementos simbólicos también característicos. 

AMCM. No puedo sustraerme a la tentación de hablar brevemente sobre Pausa para anuncios y Papi, no se puede pagar sin aliento. En la primera predomina el espíritu crítico e irónico acerca del mundo de la publicidad; en la segunda se establece un diálogo entre padre e hijo en el que a veces ambos se intercambian los papeles. Sorprende al lector tu evolución constante, no sólo en los temas, sino también en el tratamiento del lenguaje. ¿Crees que la poesía debe ser transformación permanente? 

RHB. En mi opinión, cada poema, cada libro debe encontrar el lenguaje capaz de ajustarse de la manera más certera a la necesidad de expresión que lo motiva. El que traduzca con la mayor justeza ese impulso o voluntad insoslayable de forma o sentido. El creador ha de mantener una disposición semejante al nombrar maravillado del niño en su progresivo descubrimiento del mundo: ese decir imperfecto, fresco, fruto de una lógica que se nos escapa, es para mí de una enorme belleza. Ese es también el juego de la poesía: no perder el sentido de la búsqueda, el soltarse de la mano y aventurarse en la renovación de la lengua para que suene siempre tensa, interrogante, radicalmente viva en la temblorosa inseguridad de su dicción. Esa la única obligación del poeta: forzar al lenguaje a decir más allá incluso de nosotros mismos, de lo que alcanzamos a entender, a nombrar, llevar un paso más allá la capacidad de decir de las palabras que heredamos.  

En Pausa para anuncios y Papi, no se puede pagar sin aliento encontré el tono y la dicción que necesitaba en los códigos de la publicidad o el del lenguaje infantil que tengo muy cercanos. Puede que para el próximo libro me cueste mucho más hallarlos: me sirve de aliento y de acicate lo que me contó un día la poeta Cecilia Domínguez Luis, quien tardó más de cuarenta años en encontrar el lenguaje adecuado para escribir los poemas de Cuaderno del orate.

Clara Isabel Rufino 

Ana María Cabezola Martín. En la primera parte de las dos que componen Bonita, tu último poemario, el paisaje aparece no como protagonista, sino como un contexto que envuelve algunos de los elementos que conforman nuestra identidad como palmeros: leyendas, tradiciones, fiestas, oficios, etc. ¿Crees que tu visión del paisaje pone el foco en lo puramente sensorial o tiene un carácter más transcendente? 

Clara Isabel Rufino Baquero. El paisaje de la Isla Bonita en el libro, efectivamente, trasciende lo puramente sensorial y se erige en escenario brillante de su rico patrimonio cultural, al que canta la primera parte del poemario, pero también de la cronología doliente y descriptiva que recogen los sonetos de la segunda sección. Con todo, se vislumbra un mensaje latente en la misma intención de la obra: “siempre serás Bonita”. 

AMCM. En la mayoría de tus obras anteriores (El vientre de Tara o Con los valores al viento) persigues un fin didáctico y pedagógico. ¿En Bonita has dejado atrás esa faceta en busca de metas más estrictamente literarias? 

CIRB. No, al contrario. Además de ser homenaje y escenario donde enmarcar el dolor posterior, es también una herramienta pedagógica pensada para los más jóvenes y cuyo fin último es la puesta en valor del patrimonio cultural, paisajístico y etnográfico de esta hermosa isla. 

No en vano, la última sección del libro culmina con una extensa propuesta didáctica que pretende ser una ayuda para el profesor a la hora de escudriñar cada poema y extraer de forma competencial un conocimiento centrado en el alumno, su entorno y sus necesidades. Por ello se proponen, por un lado, una serie de preguntas encaminadas a la comprensión de los textos y a su ampliación, y, por otro, algunas ideas para la confección de productos finales, cuya naturaleza —netamente sincrética y globalizadora— los hace especialmente valiosos para su trabajo en el aula. 

AMCM. Si nos centramos ahora en la segunda parte de Bonita, observamos cambios en el tono, la métrica y el estilo. Ahora el tono refleja el dolor y la impotencia ante la destrucción causada por el volcán, pero también se aprecia la solidaridad con los que la han sufrido. La métrica ligera de redondillas y cuartetas se transforma en sonetos, que vuelven el estilo más conceptual y complejo. ¿Por qué viste la necesidad de establecer esa diferenciación? 

CIRB. El contraste evidente entre la primera y la segunda sección del poemario no se manifiesta únicamente en la utilización de la métrica y en el estilo del lenguaje poético, sino también —y de forma necesaria— en el carácter y en la naturaleza misma del mensaje. La intención comunicativa de los sonetos es feroz, por cuanto los versos rezuman auténtico dolor e impotencia ante la fuerza inapelable de la naturaleza y sus consecuencias devastadoras. 

En algunas ocasiones se llega a personificar al volcán Tajogaite como si éste estuviera dotado de voluntad, invistiéndolo, de este modo —a través de los endecasílabos dolientes y plenos de metáforas, sinestesias, aliteraciones rotundas, etc.—, de una especie de entidad que nos supera. 

Por ello se hace necesario un cambio de registro brusco entre la primera y la segunda sección de Bonita. La estructura misma y el ritmo dramático del soneto facilitan mejor la expresión y el contagio psíquico del mensaje poético.

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