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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Mujer y discapacidad, una doble discriminación

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La lucha por la igualdad entre hombres y mujeres ha sido una constante de las últimas décadas en las sociedades desarrolladas. Aunque aún queden cosas por hacer, los avances han sido enormes y la función de la mujer tanto en la sociedad como en la familia se ha modificado profundamente. Puede decirse que la discriminación de la mujer por motivos de sexo se ha reducido notablemente.

Sin embargo, la situación cambia cuando nos referimos a un colectivo muy concreto, el de las mujeres discapacitadas. El hecho de ser mujer y, además, discapacitada, acarrea una doble discriminación: dentro del colectivo de las mujeres, les es mucho más complicado desarrollarse, acceder al mercado laboral y obtener una buena formación a quienes sufren discapacidad. Como personas con una discapacidad, las mujeres se encuentran en una posición complicada por su especial vulnerabilidad, que afecta de manera diferente según el tipo de capacidad, pero que definitivamente es algo que los hombres con discapacidad sufren en una medida mucho menor.

A menudo esta situación pasa desapercibida. La gran diferencia entre hombres y mujeres discapacitados no surge de una exclusión de las primeras por razón de su sexo en programas de integración, proyectos socioculturales o en términos de salud, sino de la conjunción de circunstancias de la mujer y de las personas discapacitadas. De esta manera, su situación no es una suma de las condiciones de las personas con discapacidad y de las mujeres sino una combinación de ambas.

¿A quién y cómo afecta?

Por discapacidad se entiende, como señala la Organización Mundial de la Salud (OMS) todas aquellas deficiencias (es decir, los “problemas que afectan a una estructura o función corporal”), las limitaciones de la actividad (por las que se entiende las “dificultades para ejecutar acciones o tareas”), y las restricciones de la participación en situaciones vitales. Por tanto, una discapacidad es toda aquella condición física o mental que limita la capacidad de las personas para adaptarse a las condiciones laborales, a las infraestructuras urbanas o a la vida en sociedad de la manera en que lo hacen quienes no padecen ningún tipo de discapacidad.

Por esa razón, cuando hablamos de discapacidad nos referimos a las personas con alguna limitación física, psíquica o sensorial, por lo que también hay tener en cuenta a aquellas personas que padecen algún tipo de enfermedad crónica o dolencia grave que condiciona sus condiciones de vida. Sin embargo, la discapacidad no depende sólo de la salud. Desde hace ya algunos años se tiene en cuenta la variable social, es decir, cómo las concepciones sociales sobre lo que implica la discapacidad, sobre las posibilidades de participación de las personas que las padecen o las funciones tradicionalmente asignadas a ciertos colectivos o unidades sociales (como, por ejemplo, la familia), pueden influir en las limitaciones que conlleva sufrir alguna discapacidad. Precisamente por eso el hecho de ser mujer puede determinar a la persona discapacitada.

Tener estos dos factores en cuenta es importante para entender la especial situación que vive la mujer discapacitada. Especialmente la dimensión social, pues es ésta la que podrá favorecer o dificultar en gran medida que cambie la imagen que se tiene de la mujer discapacitada. Es algo que conoce bien María Jesús Pérez, presidenta de la Asociación almeriense para la promoción de la mujer con discapacidad Luna , quien destaca la importancia que juegan en este sentido los medios de comunicación, quienes a lo largo de los últimos años han ido modificando la percepción que tenemos de la discapacidad.

Pero aunque los medios de comunicación influyan, la familia sigue siendo uno de los principales factores que contribuyen a perpetuar la función de la mujer discapacitada como una “eterna niña”, como señala Pérez. El problema reside a menudo en que los padres consideran a sus hijas discapacitadas especialmente débiles y vulnerables y limitan en gran medida sus actividades. Sin embargo, “los padres tienen que creer en sus hijas, para que la discapacidad no les impida ejercer su propia vida”.

Más lejos de la autonomía

Formar una propia familia, tener una casa, formarse u ocupar un puesto de trabajo son derechos básicos a los que la mujer discapacitada muchas veces no tiene acceso por la sobreprotección en el ámbito familiar o de la escuela, lo que puede limitar su desarrollo como personas. Alexandre Martínez, presidente de AFEM (Asociación FEAPS para el empleo de las personas con discapacidad intelectual), considera que se ha logrado un “cambio importante” en lo referente a los derechos de los discapacitados, tanto hombres como mujeres, para acceder a la educación, al mercado laboral o emanciparse. Aún así, la discriminación de la mujer discapacitada en este sentido se sigue produciendo de manera más acusada, especialmente en el ámbito rural, donde se manifiesta más claramente el “proteccionismo y el reduccionismo” a los roles típicos femeninos a los que está sometida, además de un especial “control sobre la mujer”.

Cuestiones en las que la mujer, en términos generales, ha logrado grandes avances llegando a una situación de práctica igualdad con el hombre siguen resultando para la mujer discapacitada barreras, a menudo infranqueables. Esto se explica por el miedo que le produce a los padres pensar en qué podrá ocurrirle a sus hijas si realizan ciertas actividades, consideradas normales en muchas ocasiones, como salir con amigos o recibir una educación.

La educación sigue siendo uno de los principales ámbitos donde estas diferencias persisten. De las 2.300.200 mujeres que sufren discapacidad en España, un 13,06% no sabe ni leer ni escribir, mientras que un 7,25% del millón y medio de hombres está en esta situación. En todos los niveles de estudios hay mayor porcentaje de hombres que de mujeres, con especial incidencia en el caso de los estudios de bachillerato (7,49% de hombres frente a 4,48% de mujeres) y de los títulos universitarios o equivalentes (6,42% y 4,48%, respectivamente), según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE). El temor de los padres a que sus hijas abandonen el hogar para ir a estudiar sería la razón principal de esta diferencia con los hombres discapacitados.

El hecho de negar la educación a las niñas con algún tipo de discapacidad puede conducir a perpetuar los roles tradicionalmente asignados a la mujer, como la limpieza del hogar o el cuidado de sus mayores. Por otra parte, la baja formación de las mujeres discapacitadas revierte en otro ámbito clave para lograr su autorrealización, el laboral.

Trabajar para normalizar

En el sentido de la ocupación, los datos ofrecen una diferencia más clara entre hombres y mujeres. Así, del total de hombres con discapacidad mayores de 16 años, un 16,26% trabaja, frente a un 8,32% de las mujeres. Entre los que se dedican a estudiar también se encuentran diferencias: 1,44% y 0,58%, respectivamente. Pero el margen más grande se encuentra en los porcentajes referidos a las funciones tradicionalmente asignadas a la mujer: según el INE, del total de las mujeres discapacitadas españolas de más de 16 años, un 19,96% se dedica a las labores del hogar, mientras que entre los hombres este porcentaje desciende hasta los 0,22 puntos.

Martínez destaca además que el paro entre las mujeres discapacitadas puede llegar a alcanzar cotas de hasta el 60%. Una muestra de estas diferencias, señala, es el hecho de que de las 92.000 mujeres con discapacidad intelectual que hay en España, 20.000 están preparadas para trabajar, pero sólo 6.000 están ocupadas. Los datos de junio del Observatorio de la Discapacidad sobre el tipo de contratación también da cuenta de ello: del total de contratos temporales, el 63% pertenecía a hombres y el 36% a mujeres. Estas diferencias también se daban, aunque de forma menos acusada, en los contratos indefinidos.

Pero también hay que tener en cuenta que las dificultades para acceder al trabajo dependen del tipo de discapacidad que se tenga (física, psíquica o sensorial) y de las características del entorno. Así, mientras que Martínez mantiene que las personas afectadas de alguna deficiencia intelectual son las que más dificultades encuentran para acceder a un empleo, María Jesús Pérez señala el caso concreto de Andalucía, donde los trabajos propuestos están a menudo relacionados con el sector primario, como podría ser la recogida de hortalizas. Las personas con discapacidad física serían aquí las más perjudicadas.

En cualquier caso, el trabajo resulta fundamental para integrarse en la sociedad. Desde la perspectiva de la mujer, la lucha por su independencia y su igualdad respecto al hombre se ha librado en una medida muy grande en su acceso al trabajo. La posibilidad de desarrollar una labor remunerada y de hacerlo en condiciones similares a los hombres ha dotado a la mujer de una libertad y una independencia de las que no había gozado tradicionalmente. En cierta manera, al lograrse la igualdad en el trabajo se ha ido logrando también la igualdad en otros ámbitos de la vida. Pero para la mujer discapacitada, alejada del mundo laboral, esta batalla le resulta a menudo ajena. Hablar de igualdad de salarios o de compaginar vida laboral con familiar es algo que no les afecta. Por eso, tampoco ellas mismas son conscientes, en muchas ocasiones, de su situación de doble discriminación y no hacen nada por vencerla.

Para Laura Fernández, responsable de un centro ocupacional de ASPACE Rioja , romper con estas barreras resulta fundamental para lograr la “normalización” de la mujer discapacitada. Esta normalización, dice, es uno de los “aspectos más positivos de la incorporación laboral”. No se trata sólo de que la situación de la persona discapacitada que accede a un empleo sea lo más parecida posible a la de una persona sin discapacidad, sino también que “sepamos estar al lado de una persona con discapacidad, dirigirnos a ella y hablar con ella”.

Especial vulnerabilidad

Los temores de las familias a que las hijas salgan del nido paternal y lleven una vida como la de una mujer sin discapacidad no carecen de fundamento. La mujer discapacitada se enfrenta a riesgos a los que se enfrentan todas las mujeres, pero por su especial situación le es mucho más difícil afrontarlo o escapar de ellos. Por ejemplo, ellas tienen muchas más probabilidades que los hombres de sufrir abusos y violencia de todo tipo. La violencia de género es otro claro ejemplo de esta mayor vulnerabilidad. La mujer discapacitada que es maltratada por su marido necesita normalmente la ayuda de alguien para poder denunciarle, por lo que huir de su situación le resultará más complicado, a veces incluso imposible cuando la persona de la que depende directamente es precisamente aquella que la maltrata.

Este hecho lo tiene también en cuenta las Naciones Unidas en su Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, donde recoge “que las mujeres y las niñas con discapacidad suelen estar expuestas a un riesgo mayor, dentro y fuera del hogar, de violencia, lesiones o abuso, abandono o trato negligente, malos tratos o explotación”:

Y el problema surge también del hecho de que la información para prevenir estas situaciones no está adaptada a las necesidades de las personas con ciertas discapacidades. Por ejemplo, las mujeres que padecen sordera o ceguera no tienen las mismas facilidades de acceso a la información que otras mujeres.

¿Qué se está haciendo al respecto?

La gran mayoría de las asociaciones dedicadas a las personas con discapacidad son conscientes de esta doble discriminación de la mujer. Pero ¿qué se está haciendo al respecto? Una de las vías favorecidas es la discriminación positiva, es decir, conceder más beneficios y oportunidades a los sectores más desfavorecidos. En España encontramos un ejemplo de ello en el Boletín Oficial del Estado de diciembre de 2003, donde se incluía una disposición con la que se intentaba combatir a través de políticas de discriminación positiva la especial discriminación de estos colectivos: “los poderes públicos adoptarán las medidas de acción positiva suplementarias para aquellas personas con discapacidad que objetivamente sufren un mayor grado de discriminación o presentan menor igualdad de oportunidades, como son las mujeres con discapacidad”.

A nivel asociativo, las propuestas son diferentes. Para Laura Fernández la discriminación positiva es una buena medida “siempre que no se llegue al punto de conceder un trabajo sólo porque sea mujer”. Sin embargo, desde su asociación no se contemplan programas especialmente dirigidos a las mujeres salvo aquellos talleres centrados en el proceso evolutivo de la mujer (temas relacionados con la menopausia, los embarazos o el uso de anticonceptivos).

Pérez, cuya asociación está centrada en el colectivo de la mujer discapacitada, cree que una buena forma de lograr su independencia es el diálogo con los padres de las chicas. No se trata de cambiar los valores de las familias, sino de mostrarles que sus hijas pueden llevar a cabo actividades que realizan las chicas sin discapacidad, como salir a tomar algo con sus amigos o viajar. Para conseguir que las familias “afronten” esta realidad, desde la Asociación Luna se realizan este tipo de actividades como un primer acercamiento para su normalización. “Al ir con las monitoras, los padres se sienten mucho más seguros”, afirma.

Para Martínez el mundo de la discapacidad no es mucho más diferente al resto de la sociedad en lo que se refiere a la discriminación laboral. Por eso, desde su asociación optan también por fomentar la igualdad entre hombres y mujeres e intentan llevar a cabo una “formación continua que esté enraizada con la realidad”. La clave está, dice Martínez, “en promover mejoras en el entorno”. Desde el ámbito laboral, lograr la igualdad entre hombres y mujeres no consiste para él en fomentar más el empleo de ellas, sino en saber dónde puede resultar interesante el trabajo de las personas con discapacidad. “Nos equivocaríamos al competir con la mano de obra barata. Hay que competir con la tecnología”.

Sin embargo, el acceso de los discapacitados al mercado de trabajo sigue siendo una labor pendiente, aunque se hayan logrado avances. Algunas asociaciones denuncian que las políticas llevadas a cabo no son las más oportunas, ya que no favorecen que las personas con discapacidad quieran trabajar, sino todo lo contrario. Esta crítica hace referencia concretamente a la concesión de pensiones por incapacidad, algo que, aseguran, favorece la pasividad de las personas. María Jesús Pérez, sin embargo, no está de acuerdo con esto, pues considera que las pensiones concedidas son a menudo insuficientes para que una persona viva solo de eso.

El problema para ella reside más bien en favorecer la integración de las personas discapacitadas. El problema, dice, “es que los incentivos para la contratación, como no tener que pagar a la Seguridad Social o las ayudas económicas a las empresas no logran siempre los objetivos deseados, pues a veces ocurre que el empresario, una vez que ha recibido la ayuda económica, despide a la persona en cuestión”. Laura Fernández no se muestra tampoco segura de que la recompensa económica sea la mejor forma de incentivar la contratación de personas discapacitadas pero sí que cree que, por “triste” que resulte, el dinero “es lo que mueve a la gente”.

En lo que sí que coinciden estas asociaciones es en la cuestión de la imagen social sobre la discapacidad, algo que sí que tiene un efecto grande sobre las políticas de fomento del empleo. La responsable de centro ocupacional de ASPACE destaca que la inserción de personas discapacitadas en trabajos con personas sin discapacidad puede contribuir a esa “normalización” de sus vidas a la que antes se refería. Para Pérez, lo importante es concienciar a la sociedad de que una persona con discapacidad que esté bien preparada puede trabajar igual de bien que otra sin discapacidad. Sin embargo, señala que la gente no siempre es consciente de eso y que por ello puede darse el caso de que alguien dispuesto a contratar a una persona con un buen currículo cambie de opinión cuando, al entrevistar a esa persona, vea que sufre alguna discapacidad.

Lograr la plena inserción social de las personas con discapacidad es aún una tarea pendiente en la que toda la sociedad tiene que implicarse. Aunque se hayan logrado grandes avances en la materia, aún quedan retos por superar y la doble discriminación que sufre la mujer discapacitada es una muestra de ello. Para lograr que la mujer consiga romper las barreras que la separan de su completa integración, la concienciación sobre su especial situación resulta fundamental. A pesar de todo, el trabajo que se realiza desde las asociaciones y las políticas impulsadas por las autoridades están contribuyendo a allanar el camino que aún le queda por recorrer a la mujer discapacitada.

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