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La 'paradinha'

Imagen de archivo de un lanzamiento de penalti. EFE/JuanJo Martín

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Hoy no voy a hablarles de Pedro Sánchez, su carta y su decisión de parar varios días para sopesar su dimisión que nos tiene a todos en vilo. Hoy voy a hablarles de fútbol. En concreto de una técnica mítica y polémica, esa peculiar forma de tirar penaltis que se originó en Brasil y que se conoce como paradinha.

El jugador coloca la pelota en el punto de penalti, el portero se prepara, en tensión. El resto de futbolistas aguarda fuera del área, esperando el momento del chut para entrar corriendo. El estadio entero contiene la respiración, pocos momentos tan dramáticos en el fútbol como el lanzamiento de una pena máxima, la espera de ver dónde acaba la pelota, el resultado en el aire.

El lanzador retrocede unos pasos para coger carrerilla, tomándose su tiempo, se sube las medias, hace toda la gesticulación habitual que incrementa la tensión, escupe, se persigna, multiplica sus tics, mientras el portero da saltitos en el sitio. Por fin echa a correr hacia la pelota, zancadas limpias y calculadas, acelera la carrera... Pero de pronto se detiene en seco. Alto. Se queda clavado cuando estaba a punto de patear el balón. El estadio entero queda en silencio, en vilo: qué ha pasado. El portero, nervioso, se tira antes de tiempo para el lado en el que iba a probar suerte. Pero la pelota no ha salido, sigue en el mismo punto. La pierna del delantero congelada en el gesto de disparar. El árbitro duda de la legalidad de la maniobra pero no se decide a pitar. El estadio queda congelado, pareciera que el futbolista ha decidido renunciar al lanzamiento, tal vez darse la vuelta y marcharse al vestuario. Es solo un segundo, o ni eso, medio segundo, pero que parecen cinco días.

¿Qué pasa después? Lo arriesgado de la paradinha es que, una vez decidida, ya no puedes fallar. Solo puedes meter gol. Nadie entendería que después de una jugada tan heterodoxa, tan singular, tan personal, fallases. Que se te marchase fuera. Que diese en el poste. Peor aun: que el portero la detuviese, mansa. Que el partido siguiera igual. Que no se moviese el marcador. Sería un ridículo monumental. La afición no te lo perdonaría. Los tuyos se desmoralizarían, incrédulos ante la oportunidad perdida. Los adversarios se crecerían, se mofarían, abuchearían. Los jugadores rivales se sentirían más motivados, más agresivos, dispuestos a humillar a quien los descolocó durante un momento.

Recurrir a la paradinha hace obligatorio el gol. Diría más: el golazo. El gol decisivo, el gol de la victoria. Después de una jugada así no vale el empate, y menos la derrota. Has llevado al límite a los tuyos, has descolocado por completo al adversario, solo hay una salida posible en caso de que finalmente dispares: meter gol. Darle la vuelta al partido. Adelantarte en el marcador. Ganar el encuentro. O metes gol, o quedas en peor situación.

Hasta aquí mi apunte futbolístico. Otro día escribo sobre Pedro Sánchez, su decisión de parar de golpe, el dramatismo de estas jornadas, la expectativa sobre qué hará este lunes, la ansiedad de los suyos y el descoloque de los rivales; si debería hacer algo más que anunciar su continuidad, si debería recuperar con decisión la iniciativa y aprovechar el momento crítico, el golpe emocional de la izquierda y el desconcierto de la derecha para hacer anuncios importantes, impulsar la agenda progresista, quitarse complejos, regresar con más fuerza, avanzar políticamente tras una jugada tan imprevista como osada, una jugada tras la que no puede seguir todo igual.

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